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—¡Es usted un intelectual!—le dijo Kolesnikov con menosprecio, examinando su habitación, muy limpia y cuidada, casi como la de Sacha.

Andrés Ivanich sonrió, pero no contestó nada.

Esperaba que Kolesnikov le dijese algo importante. En la pared, cubierta por un papel desgarrado y húmedo, había colgada, una balalaika (1), cuyo respaldo adornaban dibujos fantásticos, hechos probablemente por algún marinero amigo de Andrés Ivanich; había allí, entre ramas verdes, un pájaro, una paloma acaso, y una rosa aplastada.

Kolesnikov examinó la balalaika.

125 —¿Va a llevarla usted consigo?

—Claro que sí.

—¡Déjela aquí, Andrés Ivanich!

—Pero ¿por qué, Basilio Vasilievich? La he conservado en todos los peligros, la he llevado en todas mis andanzas, y no veo por qué la voy a abandonar ahora. Además no molestará a nadie.

—Puesto que es así, toque usted algo.

—A sus órdenes.

Kolesnikov se enfadó.

—¡A sus órdenes! Vamos, Andrés Ivanich, no hay que estar a más órdenes que a las de uno mismo.

Uno tiene que tener sus propios deseos y su dignidad.

—¡Yo los tengo, Basilio Vasilievich!

—Y luego, siempre está usted callado... Eso tampoco me gusta; un hombre que se respeta cambia ideas con los demás.

(1) Rspecie de mandolina.