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Léeme el poema «A la orilla de los ríos de Babilonia». Cuando le oigo, me parece que somos todos pobres judíos, presas del dolor... ¿Vas a recitarle de memoria?

—Sí; lo sé muy bien.

Sacha recitó con los ojos cerrados. Los versos del poema de Byron vibraban como cuerdas:

En los árboles están colgadas nuestras arpas.

Selim nos ordenó, antes de su caída, que no cantáramos mientras no fuéramos libres.

Por eso no tocamos las arpas que siguen colgadas en los árboles.

Hacia la una volvió. Lina. Se puso en seguida a hablar de las dificultades de los exámenes; toda su persona exhalaba olor de primavera. Le parecíaa Sacha que la misma Eugenia Egmont le miraba por los ojos de Lina. ¿Por qué no dice nada de Eugenia Egmont?—se preguntaba Sacha, descontento. ¡Qué mala intención tiene mi hermanita!» Pero Lina no lo hacía expresamente; había olvidado a Eugenia y las horas que había pasado en amistosa intimidad. Al cabo de algunos minutos se acordó:

—Se me había olvidado decir que Eugenia me ha acompañado hasta casa y me ha dado unos acianos para ti, mamá. Los tengo allá, en la blusa.

En seguida te los traigo.

«Entonces, ella acaba de estar aquí, ahora mismo, cerca de nuestra puerta», pensó Sacha emocionado.