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lúgubres; no los transmitían palabras humanas, sino voces misteriosas. Los límites entre lo real y lo invisible habían desaparecido. Sabíase de antemano que tal o cual persona debía morir, y ya se la consideraba como muerta. Apenas comenzaba a arder una finca señorial cualquiera, cuando ya lo sabían los campesinos a treinta verstas de distancia, aun antes de ver teñido el cielo con el rojo resplandor del incendio; con sus carros y sus caballos acudían los pobladores de las aldeas próximas a aquella propiedad para apoderarse de los bienes señoriales.

Diríase que la muchedumbre había adquirido un don misterioso de adivinación, o recibía avisos y sabía qué propiedades estaban destinadas al fuego y al pillaje y qué hombres iban a ser asesinados.

El fuego y los fusiles habían entrado en acción, y llenaban de ruido y sombraban la alarma por los campos pacíficos.

Algo invisible rodaba en las tinieblas por la tierra rusa. Nadie podía alcanzarlo, detenerlo en su marcha. ¿Qué era? ¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Qué buscaba? Era el alma del pueblo, despierta en la noche, sedienta de venganza, acechando a quienes le habían robado la luz del astro del día? ¿Era Dios mismo, ardiendo en ira, por la maldad de los que gobiernan la tierra, y castigando no solamente a los culpables, sino también a los inocentes? ¿Qué era? ¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Qué buscaba?

Las máquinas de imprenta, con ruido monótono, tiraban a diario grandes hojas, donde estaban cuidadosamente registrados los incendios, los críme-