curidad, bajo los árboles que los rodeaban. Se diría que no escuchaba siquiera lo que los otros decían.
Un vagabundo llamado Mirmidón, muy delgado, arrastrando casi sus piernas, había llegado a aquel paradero con no pocas dificultades, y decía con voz débil:
to—He visto muchas personas en el mundo, y das, sin excepción, son estúpidas. ¡Sí, hermanos míos, todas! Para nosotros los vagabundos un techo sobre la cabeza es como la losa de una tumba; en cambio los demás procuran albergarse, que es enterrarse en vida.
Fedot, un aldeano joven con cara de tísico, tosió y replicó malhumorado:
—Y cómo pasarías el invierno sin un techo?
Ayer, cuando llegaste aquí, tiritabas de frío; y eso que estamos en primavera... No, viejo; haces mał en charlar así. No dices mas que tonterías. Aquí estamos reunidos para un asunto grave y no para charlar. Más vale que te vayas.
Petruscha estaba de acuerdo con Fedot.
—¡Qué chusco es el vagabundo éste! Las gentes sufren en toda la tierra y están dispuestas a sacrificarse por la verdad, y él no sabe mas que quejarse de sus pequeñas miserias: del desorden, de la policía que le molesta en sus correrías...
Y dirigiéndose a Pogodin exclamó:
—Alejandro Ivanovich, en lo sucesivo habrá que echar de aquí a todos estos vagabundos! No hacen más que estorbarnos.