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El vagabundo enrojeció al oír aquellas injurias.

No le querían comprender, y aunque tenía la intención de haber permanecido allí un día más, declaró:

—Bien: mañana me iré. ¡Dios mío, ni siquiera .me dejan descansar un poco! Sin embargo, no os he arruinado.

—Nadie te dijo que vinieras.

—Es que por todas partes se habla de vosotros:

los Hermanos del bosque». Puesto que son hermanos, me dije yo, hay que ir a verlos... Pero estos hermanos me echan...

Se estuvo quejando largo rato de la injusticia de que era víctima.

Abajo se oía el rumor de un arroyo que iba crecido por el agua primaveral: Los troncos ardían en la hoguera con un ruido monótono. Los hombres, alrededor del fuego, hablaban en voz baja. El vagabundo seguía lamentándose, y Petruscha le contestaba con su voz melodiosa.

Ese es uno de los que amo», se dijo Sacha, mirando hacia Eremey, quien sombrío, severo, indiferente a las bromas, permanecía junto al fuego con el rostro iluminado por los resplandores fantásticos. Guardaba silencio y estaba tan profundamente sumido en sus pensamientos, que parecía que el bosque y toda la tierra pensaban con él.

Sólo una vez se movieron sus labios y pronunció algunas palabras, interrumpiendo las frases de Petruscha, y aquellas palabras cayeron como piedras en las aguas tranquilas de un río. No eran pala1