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Eremey gritó con cólera al vagabundo:

—¡Deja tu sitio a Alejandro Ivanovich! ¿Oyes?

—Gracias, Eremey, no le molestes; prefiero estar de pie... Bueno, Andrés Ivanich, vamos a ver ahora cómo bailas... Vasia, no frunzas las cejas: no es éste el momento de ponerse serios.

Kolesnikov se animó de pronto, como si con un solo movimiento hubiera sacudido el fardo que pesaba abrumador sobre sus hombros. Golpeó el suelo con el pie y gritó:

—¡Bien, bien, Andrés Ivanich! ¡Vamos! ¡No te rompas las botas, cuidado!

El temor que Kolesnikov le tenía al bosque era injusto. En las calles estrechas de la ciudad, con su gabán ajustado y sus chanclos usados, parecía torpe y ridículo, y a veces hasta digno de lástima; pero aquí era muy distinto. Sus hombros se hicieron más anchos cuando se quitó el gabán; su pecho, más potente. Un amplio cinturón con cartuchera dividía su cuerpo en dos partes: la de abajo, destinada a la marcha; la de arriba, a la acción. Lo único que recordaba al antiguo Kolesnikov era la gorrita de ciclista, de la que no quería separarse por nada del mundo.

Se diría que la balalaika tenía dos almas; al menos, en sus cuerdas podían oírse dos lenguajes muy diferentes. Después de haber provocado las lágrimas, suscitaba ahora la alegría, la broma, la chauza y penetraba en el seno jocundo donde se esconde la risa del hombre. Y el hombre se anima; las piernas comienzan a moverse por sí solas,