¡Vasia, ven!—gritó a su vez a Soloviev—. Las muchachas te esperan.
—Que esperen; yo no tengo prisa—respondió Soloviev.
Entró, no sin coquetería, en el centro del círculo formado por los presentes, apartó ligeramente a Iván, que limpiaba el calvero para la danza, y comenzó a bailar. Bailaba con una gracia peculiar, tocando apenas el suelo con sus botas. Al mismo tiempo cantaba:
¡Ah, mi bella y bien amada!
Si quieres que te quiera coge tu ancho cinturón para ceñirle a mi talle.
1 El vagabundo, nuevamente excitado por el baile, no quiso ser espectador pasivo; metiéndose cuatro dedos en la boca, silbó con todas sus fuerzas, acompañando a la balalaika y cortando el aire bajo las piernas del bailarín. Algo había cambiado en su psicología: le parecía que ya no era un vagabundo temeroso de la sangre, sino un bandido como los demás, audaz y cruel, con el pecho ancho y la mirada de fuego. Recordó los innumerables incendios que había visto en el curso de su vagabundaje, sin atreverse a aproximarse a ellos; ahora ya no hubiera tenido miedo. Miró a Sacha y, presa de un repentino entusiasmo, pensó: «¡Qué bravo atamán tenemos! ¡Un buen mozo!» Los dedos corrían cada vez más rápidos por las cuerdas; el bailarín se excitaba como fustigado por