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¡Para nosotros también!... Nosotros...

El marinero quería decir algo; pero Kolesnikov le dió con el codo haciéndole seña de que callara.

El otro, aunque sin comprender la razón de aquello, obedeció.

—El gendarme opuso resistencia—declaró en tono de información oficial Soloviev—, y le he matado. Los policías no se atrevieron a salir de su habitación y tiraban por las puertas.

Rieron. Todos estaban conmovidos, nerviosos, excitados, como ocurre siempre cuando la vida apacible es turbada por un asesinato, por la muerte y la sangre. Unicamente Soloviev no manifestaba ninguna emoción y reía con sencillez, como si todo lo que había pasado fuera ridículo y nada más.

Riendo y cambiando sus impresiones se colocaron en los vehículos según el plan elaborado de antemano. Un coche fué ocupado por Sacha, Kolesnikov y Eremey; el otro, por el marinero, Soloviev, Petruscha Iván.

Soloviev, que conocía bien el sitio, daba las últimas instrucciones.

—Acuérdate bien, Eremey; tomas la dirección de Sobakino y de Troitskoie, luego tiras a la derecha, allá donde se encuentra la encina grande...

—Ya estoy en ello. ¡En marcha!

—En la carretera detendrás un poco el caballo.

—Bien.

—¡En marcha, pues! ¡Y aprisa!

Durante un cuarto de hora caminaron juntos los dos vehículos. En el primero, donde iba Solo-