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Sufres mucho, Sacha?

Sacha no contestó. Sacó el cigarrillo de la boca, lo tiró y rechinó los dientes.

—¡Pobrecillo mío!—murmuró Kolesnikov, casi llorando. Ayer todavía estabas gozoso... Te comprendo, Sacha; pero... los inocentes deben sufrir también. Yo mismo he matado a un hombre, y a fe mía, él no era más culpable que tu telegrafista.

Los inocentes, justamente, dében sufrir... Oyelo bien, Sacha: cuando se castiga a un criminal, la tierra enmudece; pero cuando muere un inocente, no sólo la tierra, sino el cielo, tiemblan de indignación.

El sol mismo se entenebrece. Yo te voy a decir algo que te va a sobresaltar: cuando se ahorca a un inocente, y no a un criminal que merece la cuerda, todos se rebelan, se indignan; pero yo me alegro...

Eremey, impaciente, se había separado un poco para no interrumpir aquella conversación cuya importancia adivinaba. «Hablan, probablemente, de su madre», se decía.

Kolesnikov prosiguió:

—No eres tú inocente? Te comprendo muy bien.

Es muy natural que sufras ahora. Si no sufrieras, serías un canalla, un trasto inútil. Sí, sufre; deja que tu corazón se desangre, bebe el cáliz del dolor hasta las heces, hasta la última gota. Con esto removerás la tierra, despertarás la conciencia de los hombres y los empujarás a la rebeldía. La conciencia, Sacha, es una cosa muy grave. Por ella sola vive el pueblo. Puede un pueblo ser archicivili-