i 182 —Sí; soy de tu opinión.
Se detuvieron un instante en el puente. Sacha se inclinó sobre la barandilla. Abajo se deslizaba con ruido monótono el riachuelo, bordeado a uno y otro lado por maleza y arbolillos. Kolesnikov escupió en el agua, y su escupitajo sonó como una bofetada.
—¿Qué río es éste? ¿Es el que figura en el plano?—preguntó.
—No.
—¡Sí que trabajan de firme las ranas!
Le pareció a Kolesnikov que todo lo que acababa de suceder era un sueño, y que nadie tomaría por realidad aquellos asesinatos y aquel pillaje: tan en calma y apacible estaba todo a su alrededor. La noche, con su serenidad y tranquilidad, formaba una contradicción harto violenta con la sangre yla muerte. Jamás, ni siquiera en el momento en que, muchos años antes, dió muerte al gobernador de N., había experimentado Kolesnikov un sentimiento tan doloroso como el que ahora experimentaba inclinado sobre aquel riachuelo adormecido y oyendo croar a las ranas.
Eremey frotó un fósforo y encendió su pipa.
—¿Quieres un cigarrillo, Sacha?—preguntó Kolesnikov. No has olvidado la pitillera?
—No, no la he olvidado. No quiero fumar.
Pero un instante después sacó la pitillera del bolsillo, cogió un cigarrillo y lo encendió. Kolesnikov vió a la luz de la cerilla que el rostro de Sacha tenía una expresión terrible, y volvió la cabeza.
Luego le preguntó en voz baja: