En esta época de la gran glória de Sachka Yegulev, su banda creció de tal manera, que ya no se sabía quién era miembro de ella y quién no. El marinero Andrés Ivanich, siempre sereno y atildado, con su rostro meticulosamente rasurado, vigilaba al principio y mantenía el orden y la disciplina en la banda; pero pronto tuvo que renunciar á ello; eran demasiado numerosos los nuevos adheridos y no podía conservar sus nombres en la memoria.
Se quejaba del desorden al jefe, Alejandro Ivanovich Yegulev; pero éste, sombrío y sereno, sin sonreír jamás, terrible a veces hasta con los suyos, le respondía tranquilamente:
—Déjalos, Andrés Ivanovich; ellos mismos mantendrán el orden entre sí.
—No, no, Alejandro Ivanovich, permítame que se lo diga: no se pueden dejar las cosas en el estado en que están. Ayer noche, por ejemplo, coloqué de guardia a Iván Gnedij, dándole la orden de que vigilara atentamente; me lo juró. Pues bien, dos horas después fuí a inspeccionar las guardias y vi que en el puesto de Iván Gnedij se encontraba un muchacho de diez y seis años dormido como un lirón. Le desperté de un puntapié, y le pregunté:
«¿Quién eres?» «Soy el hijo de Iván Gnedij», me respondió. Y dónde está tu padre?» «Ha ido a casa—me dijo, porque mañana por la mañana se tiene que presentar en la Alcaldía. ¡Ya ve usted, Alejandro Ivanovich! A mi juicio, estas cosas no se pueden tolerar...