doquiera el pánico cuando el nombre de Sacha vibraba en el aire, regando con sangre los campos, las aldeas y las casas aisladas.
Durante noches enteras ardieron numerosas propiedades señoriales; los guardianes, presas de terror, daban las señales de alarma; los perros, locos de miedo, se retorcían aullando. Muchas fincas fueron abandonadas por sus propietarios, asustados, y quedaron desiertas, sombrías como tumbas; sus guardianes acogían, sin la menor resistencia, a los campesinos que venían a robar, a veces sin Sachka Yegulev, y no sólo por la noche, sino a plena luz del Sol. Apoderábanse de todo lo que encontraban, y lo que no se podían llevar lo quemaban; los guardianes mismos los ayudaban a prender el fuego.
Algunos propietarios, los más ricos y los más soberbios, pusieron sus cortijos bajo la custodia de circasianos semisalvajes, de fuertes dientes blancos, morenos, vigorosos y armados de todas armas.
Los campesinos los saludaban con respeto durante el día e iban a venderles fresas del bosque; pero cuando llegaba la noche llamaban en sus oraciones a Sachka Yegulev y esperaban con impaciencia que acudiera a prender fuego a aquellas propiedades.
Y el fuego aparecía de pronto, sin saberse jamás cómo; de repente comenzaba a arder un cobertizo, y el fuego se apoderaba en seguida de toda la propiedad. Los propietarios despedían a sus circasianos semisalvajes, abandonaban las fincas y se iban a la ciudad a gozar en cualquier hotel confortable la tranquilidad y el reposo anhelado.