nadie podía leer en su mirada misteriosa. Sus ojos sobre todo eran enigmáticos, cambiaban a menudo de expresión y nadie hubiera podido decir con seguridad si aquel hombre era bueno o malo, honrado o perverso.
En la vida de la banda sucedían a veces cosas francamente desagradables, y Sacha pasaba algunos malos ratos. Cierto día, Mitrofan, apodado «Fiebre tifoidea», recién admitido en la compañía, fué a ver al atamán y le declaró que podía muy bien hacerse allí una fábrica de moneda falsa, porque el sitio y las condiciones se prestaban a ello admirablemente. Verdad es que toda la banda se burló de aquel proyecto, y él mismo acabó por comprender que era una tontería; pero la proposición de «Fiebre tifoidea» produjo en el alma de Sacha un gran malestar, casi pena.
El otro caso fué aún peor. Uno de los campesinos del pueblo de Vaska Soloviev que había bebido demasiado empezó a decir cosas escandalosas, obscenas, y cuando Yegulev le ordenó que se callara, el campesino se arrojó sobre el jefe, injuriándole y amenazándole. Sacha se puso pálido de cólera y empuñó su revólver sin decir palabra; pero antes de que tuviera tiempo de levantar el brazo, Eremey asestó al borracho un puñetazo tan formidable, que lo dejó tendido por el suelo. En aquel momento todo el mundo comprendió que Eremey, encolerizado, era terrible.
—¡No te manches las manos, Alejandro Ivanovich! dijo con voz tranquila, aunque su rostro se