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Pues a la criada. Que venga a servirnos.

En el patio había comenzado ya el pillaje metódico, silencioso, sin destrozos inútiles. Apenas si se oían algunas voces. Sólo de tiempo en tiempo crujía una puerta hundida a hachazos. Aquí y allá brillaban en el patio pequeñas linternas encendidas que los Hermanos del bosque» llevaban consigo.

En la casa principal de la propiedad estaba todo iluminado. Tampoco allí se oía ruido; diríase que no había bandidos. Por una ventana abierta que daba al jardín entraba el perfume de los jazmines y las lilas. Mitrofan, «Fiebre tifoidea», y Vaska Soloviev estaban ocupados en la caja de caudales, que intentaban, en vano, abrir. El grueso y somnoliento Policarpo buscaba en la despensa algo que comer.

La criada, Glascha, apareció con su delantal blanco y los ojos enrojecidos por las lágrimas, y reconociendo al jefe se puso bajo su protección. A los cinco minutos estaba sirviendo la mesa como de costumbre, y haciendo gestos y coqueterías también como de costumbre. Quedó visiblemente agradecida a la conducta correcta de los campesinos, y los servía muy bien, sin saber ella misma si era la criada o la dueña que recibía a unos invitados. Tan perfectamente se posesionó de su papel, que, con gran diligencia, trajo a los aldeanos todo lo mejor que había en la cocina y en la despensa. De repente se echó a llorar.

—¡Comed, amigos míos, comed!—decía afectuosamente. Los señores no lo han devorado todo; SACHKA YEGULEV.

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