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De pronto rasgó el silencio un disparo de fusil que sacudió las ramas de los árboles como un soplo súbito del viento. Sacha levantó su tercerola pronto a disparar; pero no había nadie en las proximidades.

No se veían mas que los troncos de los árboles, débilmente iluminados por el alba.

«Probablemente se escaparán, pensó Sacha.

Casi corriendo se dirigió hacia la hoguera. No había nadie allí. Debajo de su bota sintió pedazos de botellas rotas. Por el calvero estaban esparcidas las páginas de su libro La niña Dorrit.

Sacha entró en la barraca; un desorden indescriptible reinaba allí. Todo estaba derribado, sąqueado.

Ni un alma. Kusma Suchok se había escapado probablemente con Soloviev, o estaría escondido en cualquier parte.

Sacha estaba solo, completamente abandonado.

Entonces, en este momento en que ya la venganza era imposible, sintió todo el horror de lo que acababa de suceder. Presa de cólera y de angustia balbució:

—¡Ladrones! ¡Vulgares ladrones! ¡Y ya no están aquí! ¡Se han escapado! ¡Oh canallas!...

Recordó las palabras de la criada Glascha cuando el día anterior gritaba:

—¡Canallas! ¡Todos sois unos Sachka Yegulev!

Sintió una sed terrible; inflamado estaba todo su cuerpo. Pero el tonelito del agua se había roto; el cántaro también. Corrió al arroyo, e inclinado con avidez sobre la corriente que rumoreaba ale-