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lamente Soloviev—le creyeran capaz de engañar, de apropiarse el dinero, de esconderle y, no atrevióndose a decirlo por el momento, callaban, esperaban...

Podía llegar un día en que le lanzaran a la faz la palabra terrible: ladrón»...

¿Y su madre?... ¿Y Eugenia Egmont?...

El pensamiento de Sacha se detuvo horrorizado.

Había llegado a los límites máximos más allá de los cuales el pensamiento humano se convierte en un absurdo, en una locura. No, no; más valía no proseguir.

¡Y los demás, esos miles de hombres que viven allá, en las ciudades, que hablan, escriben, pronuncian discursos, se juzgan y se acusan unos a otros?

Si quienes le veían tan de cerca podían condenarle y suponer en él toda clase de vilezas, ¿qué dirían los otros, los que andan por el mundo? Le condenarían sin la menor vacilación, no sabrían jamás la verdad, le atribuirían todos los crímenes y todas las maldades, no querrían creer en sus intenciones puras y nobles...

¡No tendrían, quizá, razón? Sus intenciones puras y nobles, ¿no serían, acaso, fantasmas vanos, sin realidad, sin consistencia? ¡No soy verdaderamente un ladrón, un impostor, un canalla?...

Su pensamiento se detuvo de nuevo, asustado, negándose a seguir adelante.

Tranquilamente, como si hubiera expulsado las ideas que le estaban atormentando en aquel instante, encendió un cigarrillo, miró hacia arriba y dijo: