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El día estará hoy nublado.

Quedó sorprendido al oír su propia voz.

¿Dónde estaban su fuerza, su soberbia y su fría seguridad? Habían desaparecido para siempre. Susmanos temblaban como las de un enfermo; sus ojos se habían hundido en unas negras cavidades que expresaban la angustia; sus labios se contraían en una sonrisa culpable y lastimera. Hubiera querido esconderse y que nadie le encontrara. Pero esconderse, ¿dónde? Todo estaba iluminado; en todos los rincones penetraba la luz. La claridad le parecía deslumbradora; las hojas le parecían demasiado verdes. Si huyera por el bosque, la luz le perseguiría por todas partes...

—¡Dios mío! ¡Alguien viene!...

Era Eremey, que se adelantó sonriente, miró a Sacha y dijo:

—¡Buenos días, Alejandro Ivanovich!

Como no recibiera respuesta, repitió:

—¡Buenos días, Alejandro Ivanovich!

Había conocido probablemente el estado de ánimo de Sacha. No lo comprendía; pero le miraba con afecto y compasión. ¿O quizá Sacha se engañaba? ¿Quizá también le considerara Eremey como un ladrón sorprendido en flagrante delito?

Sacha, con una sonrisa de confusión, se limpió la pelliza y dijo:

—Eres tú, Eremey? Buenos días... ¡Y yo que me había ensuciado la pelliza!...

—¡Sacha, Sachenka, hijo mío!

¿Quién había dicho eso? ¿Eremey? ¿Era posible?