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dó a su madre a vestirse y examinó cuidadosamente el traje de seda negro recién hecho. Las dos quedaron satisfechas: el vestido era sencillo y severo.

Luego se ocuparon en las joyas, que Helena Petrovna no usaba desde hacía mucho tiempo. Se puso en los dedos sortijas con piedras preciosas; se adornó con un broche que tenía en medio un gran brillante, y en el lado izquierdo del pecho de colocó un relojito de oro. Al ponerse las joyas contaba a Lina la historia de cada una de ellas, aunque Lina la sabía de memoria desde hacía mucho tiempo.

Una hora antes de la cita, Helena Petrovna estaba ya arreglada; pero no subió en el coche hasta unos diez minutos después de la hora, para no demostrar al gobernador demasiado apresuramiento.

Aquellos diez minutos parecieron muy largos a la madre y a la hija; pero el gobernador ni siquiera advirtió el breve retraso.

—Y tus gafas?—recordó de pronto Lina, cuando ya estaban en la puerta. ¡Te has olvidado las gafas, mamá!

Se enjugó una lágrima a escondidas.

Helena Petrovna, en efecto, se había olvidado las gafas; no hacía mucho tiempo que había empezado a usarlas y las olvidaba con frecuencia.

Al fin se encontraron las gafas, y las dos mujeres se instalaron apresuradamente en el coche; habían convenido que Lina esperaría a su madre cerca de la casa del gobernador.

Era ya de noche. Las calles estaban casi desiertas; el carruaje saltaba sobre el pavimento. Pronto entró