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por la calle central, donde había más animación; se veían allí mujeres con claras ropas de verano, hombres con sombreros de paja. Aquella gente se dirigía al jardín público, en el que tocaba la música por la noche.

—¡Valor, mamá!—dijo Lina cuando el coche se detuvo delante de la lujosa mansión del gobernador. Voy a esperarte aquí.

Condujeron a Helena Petrovna directamente al despacho del gobernador. No había nadie. Las ventanas estaban tapadas por pesados cortinajes, y no se sabía bien dónde caían. Sobre la mesa brillaba, bajo una pantalla de cobre, una sola lámpara grande. De vez en cuando se oía el ruido sordo de un coche que pasaba por delante de la casa, y en seguida se restablecía el silencio. Pero en el interior, en las habitaciones próximas, la vida cotidiana seguía su curso: oíanse voces, risas, ruido de vajilla; probablemente la familia del gobernador terminaba de comer.

Sin prisa, temblándole las manos, Helena Petrovna abrió el estuche donde se encontraban sus gafas de oro, se las colocó sobre la nariz y examinó la habitación; pero estaba tan mal iluminada, que sólo pudo vislumbrar algunos cuadros y algunos muebles.

De pronto se abrió la puerta, y el gobernador, señor Telepnev, entró con paso rápido.

Helena Petrovna se levantó; pero el gobernador, estrechando su fina mano, la hizo sentarse de nuevo.