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Y no cuidándose ya de la visitante, absorto en su propio dolor, empujó ruidosamente su sillón y se puso a pasear, nervioso, por la habitación. Gritaba y se lamentaba, como si estuviera a solas con su mujer en la alcoba; su rostro, grande, hinchado, se ponía cada vez más rojo de cólera.

—Ahora me critican porque ahorco a las gentes.

Hasta mi mujer, esa imbécil, me lo echa en cara.

¡Pedro, tus manos están manchadas de sangre!»...

Se reportó y añadió apresuradamente:

—Perdóneme usted; me arrebato de tal modo, que hablo hasta de las cosas íntimas... ¡Sí, señores, hacéis mal en censurarme! ¡Ya veis, en ocho meses, mi cabello se ha puesto blanco! ¡No puedo más!...

¡Es para volverse loco! También yo tengo hijos...

Se detuvo y se dió un puñetazo en el pecho.

—Sí, tengo hijos; ¿qué será de ellos mañana?

¡Qué se yo! ¿Puede estar uno seguro de nada en esta época terrible?...

Helena Petrovna recordó vagamente el pasado lejano, y preguntó con voz vacilante:

—Si no me engaña la memoria, usted tiene un hijo, Petia... Y pensó: Es de la mimsa edad que mi Sacha..

Telepnev respondió furioso:

—¡Sí, Petia, precisamente, Petia! Todas las mañanas al despertarme espero alguna noticia trágica... Ayer se introdujo en mi casa ese abogado, ese viejo canalla—perdóneme usted—, y con lágrimas en los ojos me suplicó que salvara a su hijo... Petia o Sacha..., qué sé yo cómo se llama? Sálvele us-