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ted—me dijo—; usted tiene relaciones muy altas... Si no, lo van a ahorcar... Pues bien, ¡que lo ahorquen, que lo ahorquen! ¡Yo me lavo las manos!...

Hubiera querido jurar, gritar, lamentarse; pero optó por guardar silencio. Con un gesto de desesperación sacó un cigarrillo, lo rompió y lo tiró en un rincón; luego sacó otro, lo encendió y absorbió furiosamente el humo. En seguida empezó a toser y estuvo tosiendo largo rato, sofocándose. Cuando se sentó de nuevo en el sillón su rostro estaba azul, y sus ojos, enrojecidos, miraban a lo lejos con terror.

—Sí—musitó suavemente para romper el penoso silencio.

Pero ambos continuaron callados.

Al fin consiguió dominarse por completo, y dijo con voz cansada:

—Bien; he aquí de lo que se trata, Helena Petrovna. Su hijo de usted... es un buen muchacho, ¿verdad?... Querrá verla a usted, sin duda..., naturalmente a escondidas, de ocultis, sin que ni usted misma sepa nada... Aunque sólo sea por la ventana o por encima de la tapia... Así, pues, Helena Petrovna...

Hizo una pausa y bajó la voz.

—Así, pues, he recibido orden de vigilar su casa, y si su hijo va por allí será detenido. En estas circunstancias lo mejor que podría usted hacer sería marcharse de esta población.

Helena Petrovna empezó a respirar penosamente