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rígido, y no dijo nada. A través de la ventana se oyó el ruido sordo de un coche. La casa del gobernador, con sus numerosas habitaciones inútiles, guardaba un silencio torvo.

Helena Petrovna se enjugó las lágrimas por debajo de las gafas, metió éstas en el estuche, que guardó en su bolso, y lanzando un hondo suspiro se levantó. Telepnev se levantó también, disponiéndose a saludar. Pero en vez de despedirse, Helena le miró con una soberbia llena de dignidad, con una mirada seca y orgullosa, de verdadera generala, y dijo:

—Le estoy a usted muy reconocida, Pedro Semenovich... Pero tenga la bondad de responder a una pregunta que quizá le parezca completamente femenina...

El alzó los ojos con sorpresa.

—Dígame—continuó ella: ¿en virtud de qué moral es admisible tender un lazo a un hijo que viene a ver a su madre?

Telepnev se encogió de hombros, con una impaciencia despectiva.

—Dejemos eso, Helena Petrovna; su pregunta, y perdóneme, es verdaderamente un poco..femenina.

—Quizá. No quiero discutir con usted, pero no comprenderé jamás esa moral... masculina. ¡Preparar asechanzas a un hijo que viene a casa de su madre! No, eso es inadmisible. Debiera usted inclinarse y cerrar los ojos cuando pasa; podría detonerle usted después; en cualquier otro sitio...