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tinieblas ocultas en los rincones. Estaba solo con aquella mujer, aquella madre enloquecida. Y tuvo una idea que le hizo estremecerse: «Quizá lleva un revólver y va a disparar sobre mí ahora mismo.» Pero ella se mantenía de pie, serena y fría, y el terror de Telepnev se disipó. Sin embargo, se estremeció cuando Helena Petrovna le dijo:

—¡Hasta la vista! Tenga la amabilidad de acompañarme a la puerta, general; no conozco el camino.

—¡A sus órdenes, señora!

En el primer peldaño de la escalera de piedra, cubierta con una alfombra roja, se despidió de Helena Petrovna. Al estrechar su mano, fina y casi transparente, vaciló un instante; ¿la besaría, o no?

Pero no la besó. «¡Bah!», se dijo, desesperado.

El coche en que aguardaba Lina estaba un poco apartado de la casa del gobernador; la policía no había permitido al cochero permanecer frente a la puerta de entrada.

Lina vió salir a su madre, sostenida respetuosamente por un ujier, y buscar dinero en su bolsillo para darle una propina. Un minuto después Helena Petrovna subía al coche y se sentaba al lado de Lina. El cochero fustigó el caballo.

Lina miró a su madre y, sin poder contener las lágrimas que la ahogaban, preguntó:

—¿Y qué, mamita?