Kolesnikov no comprendía su estado de ánimo y le reñía por su pereza.
—¡Construye una barraca, diablo!—le decía.
Eremey le miraba de arriba abajo con desprecio, sin enfadarse siquiera, y respondía lacónicamente:
—¡No quiero!
—Anda, échanos una mano... Así la gente tendrá un albergue cuando llegue el mal tiempo. ¡Levántate, ea!
—No me importan nada los demás.
—Bien; entonces, cuando la barraca esté construída no te dejaré entrar en ella.
—¡Eso lo veremos, Basilio!
Hablaba sin cólera, en tono indiferente, como hombre a quien no le importa nada de nada. Y se pasaba los días enteros acostado: era una manera especial de protestar contra las injusticias de la sociedad contemporánea. Si llovía, entraba en la barraca y se tendía en el suelo, boca arriba.
¡Triste época aquélla! Los días vacíos, ociosos, parecían interminables. Una vez, para distraerse un poco, Sacha, Kolesnikov y el marinero fueron a la próxima aldea, Kamenka, a visitar a un campesino a quien conocían mucho y del que estaban seguros que no los denunciaría. Pasaron allí algunas horas tomando te con bizcochos. Al anochecer, cuando quisieron marcharse, el cielo se encapotó anunciando la tormenta. Sacha y el marinero hablaron de pasar la noche en casa de su amigo; pero Kolesnikov protestó. El cielo, por la parte de Po-