avergonzados de haberse dejado engañar y guardaban un silencio penoso; otros, por el contrario, juraban, blasfemaban, gritaban como en las asambleas rurales.
—¡Cochina tierra! ¡En vez de pan blanco nos da piedras!
—¡No nos queda más remedio que volver a quemar las fincas!
En seguida se vió arder la primera propiedad rural. Fué, tras una corta tregua, la inauguración de una nueva serie de incendios. El fuego, ese Dios implacable nacido de la cólera humana, volvió a devastar las aldeas y los campos. Sus estragos eran aún más terribles que en la anterior etapa. Antes, la banda distinguía a los buenos propietarios de los malos; quemaba las propiedades de los malos, pero respetaba las de los buenos; evitaba las injusticias.
Ahora ya no hacía caso de nada; en la furia de las decepciones sufridas prendía fuego a todo lo que encontraba por delante. El que hubiera mirado la tierra rusa desde el cielo, en aquella época, la hubiese visto iluminada por centenares, millares de fogatas gigantescas. Hasta entonces, Sacha pudo creer que dirigía o, por lo menos, regulaba aquella acción destructora; pero ahora sentía que el ímpetu le empujaba a él mismo y le arrastraba con norte desconocido en la noche negra, surcada a retazos por siniestros resplandores.
Al principio, el aumento de la banda produjo alegría y animación; había mucha gente en el albergue; se trabajaba, se construía; la agitación era incesante, SACHKA YEGULRY.
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