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Dale mis botas a Andrés Ivanovich.

—Bien.

Hablaba, sin duda, de cuando sus botas estaban todavía nuevas y él se sentía orgulloso de poseerlas.

—¡Acércate más!

Sacha pegó su oído a los labios de Kolesnikov.

—Oye, Sacha, vete con tu madre..., con Helena Petrovna. ¿Cómo se llama?

—Helena Petrovna... Sí, sí, me iré con ella.

—¡Sí, vete sin falta!

—Bien.

Kolesnikov tuvo una sonrisa de contentó. Luego su rostro se nubló y su respiración se hizo muy penosa, como si alguien estuviera sentado encima de su pecho. La muerte se acercaba, iluminada por resplandores siniestros. Kolesnikov lanzó un gemido doloroso. Sacha advirtió en sus ojos, ampliamente abiertos, una expresión de súplica y de terror franco, casi infantil.

—¡Vasia!

Pero el moribundo había olvidado ya que Sacha estaba allí, y no oyó aquel llamamiento. Sacha y el marinero creyeron que era la agonía. Con gran extrañeza de ambos, Kolesnikov se quedó dormido.

Durmió mucho rato; se despertó al atardecer en muy mal estado.

Encendieron una pequeña lámpara de metal blanco. Un reguero de luz corrió por el bosque, envuelto en la obscuridad de la noche. Cuando Sacha y el marinero andaban por la cabaña, sus sombras, lar-