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gas y fantásticas, saltaban detrás de ellos, quebrándose en los ángulos de la pared con el suelo.

—Se han ido?—preguntó Kolesnikov.

—Sí; se han ido.

—¡Agua!

Pero apenas bebió algunas gotas, apretó los dientes con fuerza. Luego varias veces pidió de comer y de beber; pero cuando se lo daban lo rechazaba.

Estaba muy agitado y hacía movimientos rápidos con los dedos; soñaba que iba corriendo, huyendo de enemigos que le perseguían. Hablaba muy bajo, de una manera casi ininteligible; pero tenía la seguridad de que estaba hablando en voz muy alta, gritando, discutiendo con aplomo y burlándose de los argumentos de su adversario. Se figuraba que estaba sentado ante una chimenea, junto a un buen fuego, en una habitación bien amueblada, y que, cruzadas las piernas, hablaba redondeando las frases con ademanes elegantes.

—He aquí el invierno. Se ven por la ventana trineos, trineos, trineos...

Los trineos, arrastrados por los caballos, se deslizaban rápidos sobre el hielo, dando sacudidas terribles, molestas, dolorosas. Habían perdido el camino y llevaban tres días buscándolo inútilmente.

Los caballos tocaban casi el suelo con el vientre; subían por una ladera muy empinada y resbaladiza; caían hacia atrás; trepaban de nuevo. Se le hizo difícil respirar, y había momentos en que la respiración se detenía por completo. Kolesnikov seguía discutiendo con sus adversarios, cuyos argumentos