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muy iluminadas; por lo tanto, había gente. Las ventanas estaban tapadas por visillos interiores.

Sí, ya estaba allí, en su casa; veíala tan cerca que su corazón empezó a latir violentamente. Quería salir de su escondite; pero aun era demasiado pronto: había que esperar. Varias veces, impaciente, dió algunos pasos hacia adelante; pero no se atrevió a seguir y esperó.

—¡Hela aquí!— susurraba sonriendo—. ¡Hela aquí!

Al fin se decidió. Hizo acopio de fuerzas, y con paso firme se acercó a las ventanas del comedor.

En el comedor la mesa estaba puesta. Vió tazas, una tetera; pero nadie en la habitación. Probablemente no habían tomado aún el te. Vendrían luego.

Algo extraño llamó la atención de Sacha: la mesa no estaba servida cuidadosamente como se hacía siempre en su casa. Se notaba un leve desorden.

¡Había allí cambios incomprensibles!

De pronto vió entrar en el comedor a un viejo desconocido, afeitado, sucio, con una bata turca de tela rameada. Tenía en la boca un cigarrillo apagado. Andaba lentamente, con los ojos bajos.

Adivinando la triste verdad, pero no atreviéndose a creerla todavía, Sacha se lanzó hacia la ventana de su cuarto. Allí había cambiado todo igualmente; todo era nuevo; no se parecía en nada a lo que hubo antes.

Ya no cabía duda: ¡Su madre y Lina no estaban allí! Quizá desde hacía mucho tiempo habían abandonado la casa. ¿Dónde estaban, pues?