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Tres horas pasó Sacha en la casita sin terminar, que conservaba su perenne indiferencia pétrea a la vida humana y sus sufrimientos.

Así, sin haberse despedido de los suyos, decepcionado hasta en sus más caras esperanzas, se encaminó a la muerte.

«¡Todo ha acabado!—pensaba—. Esto era sencillo y fatal. He acariciado el sueño de convertirme, aunque sólo fuera por unos minutos, en el Sacha de antes; pero la sangre vertida se ha opuesto a ello. La sangre vertida se ha levantado como un muro entre los míos y yo. Todo el mundo puede ver a mamá, a Lina, a Eugenia; yo no tengo derecho a verlas. Debo seguir siendo, hasta la muerte, Sachka Yegulev, Alejandro Ivanovich. Mi padre no es ya Nicolás, sino un Iván cualquiera. Madre no tengo. No soy más que Sachka Yegulev, Alejandro Ivanovich. Pues bien: me resigno. ¡Amén!

He alargado la mano pidiendo limosna, pero me la han negado. «¡Torna al sitio de donde vienes, Yegulev!» Está bien; voy allá. ¡Amén! ¡Por los siglos de los siglos! ¡Amén! No quiero volver a ser Sacha, no pediré limosna a nadie: caminaré a mi destino, durante millones y trillones de siglos, si es preciso; Sachka Yegulev no tiene derecho al descanso.

El camino no es penoso para quien paga su deuda con creces.

Esta es la calle por donde pasaba antiguamente un tal Sacha Pogodin; ahora las huellas de su paso han sido borradas por los pasos pesados y firmes de Sachka Yegulev. A lo lejos ve, con alegría, el