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rán a revolotear unos copos de nieve; parecerá que pasan por encima de la tierra, sin bajar, y, no obstante, la tierra se pondrá en seguida blanca, y en cada barranco, en cada ladera, detrás de los postes telefónicos, se verán montoncitos de nieve.

Pero hoy el alto bosque está tranquilo, como un templo de elevadas columnas sereno y majestuoso.

Los viejos troncos de los árboles se alzan en, buen orden, el suelo está cubierto de una alfombra dorada de hojas secas que caen sin cesar con un rumor suave y melancólico. Como bajo las bóvedas de un templo, suenan graves en el bosque los pasos del hombre; las voces son frescas y fuertes; el más leve rumor de hombre o de pájaro es limpio, claro. Todo el bosque parece lleno de sonidos alados que hubieran salido de pronto de misteriosas y ocultas profundidades.

Hombres armados se acercan cautelosamente al albergue de Sachka Yegulev; se asustan ellos mismos del ido que producen sus pisadas en el camino. Cada cual por separado, conteniendo la respiración, trepa a cuatro pies por el barranco, inclinándose cuando pasa por un sitio descubierto y procurando hacerse lo más pequeño posible. Todos piensan unos de otros, que andan torpemente y hacen mucho ruido. Diríase que la muerte que llevan a Yegulev es un fardo harto pesado para sus brazos débiles y tienen miedo de que se les caiga.

Si dejan caer aquella muerte, hará un ruido enorme, despertará el bosque y pondrá en guardia a la víctima designada. ¡Silencio! ¡Silencio!

El bosque está sereno y majestuoso como un