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grave y silenciosa, con la apostura rígida de una verdadera generala, andaban lentamente por los barrios apartados donde vivía la gente pobre. Lina proponía a veces a su madre que se sentara un poco sobre el acantilado del río; pero Helena Petrovna se negaba.

—Ya sabes—decía que no me gusta sentarme en el suelo.

Encontraron a orillas del río un viejo banco sin respaldo que sin duda había colocado allí algún amante de la naturaleza. Sentábanse de vez en cuando miraban la corriente y los barquichuelos que discurrían por el agua. Al ver pasar algún vaporcillo de viajeros, con las luces encendidas ya, a pesar de la claridad vespertina, decía Helena Petrovna:

—Tenemos que dar un paseo por el río, Lina.

Lina miraba al barco y murmuraba: ¿Por qué no sé ahora contestar a mamá? Debiera decirle que este paseo promete ser muy interesante, que es preciso hacerle. Pero no digo nada. ¿Por qué?...» Sin embargo, las dos mujeres salían rara vez de paseo. Pasaban el día y la noche entre las cuatro paredes de su habitación, sin cuidarse de lo que sucedía detrás de las ventanas: allí, en la calle, las gentes andaban siempre apresuradas, corrían, hablaban, gritaban. Poco a poco Lina y su madre fueron acostumbrándose al ruido, como antes al silencio. Cuando llegó el otoño, con sus cambios bruscos de sol y de lluvia, Helena Petrovna manifestó una leve inquietud.