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te, un talento singular, masculino, que nosotras no comprenderemos jamás, Lina mía.

Tenían sus camas en la misma alcoba. La madre no supo nunca lo que su hija sufría durante la noche. El horror comenzaba en el momento en que se apagaba la luz. Lina sabía muy bien que su madre estaba despierta, que no podría dormir pensando en Sacha y que procuraría no moverse para no despertar a la hija. El silencio y la necesidad de simular el sueño le eran insoportables. Esto duraba largas horas. Cuando Helena Petrovna estaba segura de que Lina dormía, empezaba a suspirar. Suspiraba lentamente, murmurando palabras incomprensibles; luego, un silencio de muerte, que duraba algunos minutos, y aquellos minutos eran para Lina los más insoportables; no latía su corazón y aguardaba angustiada que su madre volviera a suspirar. Helena Petrovna suspiraba y murmurabe, de nuevo; luego, de pronto, se levantaba, en camisa de dormir, y arreglaba en el vaso verde la lamparilla, que ardía mal. Lina, conteniendo la respiración, espiaba sus movimientos asustada, y cuando la madre iba a volverse, escondía la cabeza debajo de la colcha. Crujía el lecho; la madre se había vuelto a acostar... y de nuevo comenzaban los suspiros y los murmullos, semejantes al ruido que hace un ratón de noche en una casa dormida.

A veces Lina oía una palabra y hasta una frase entera, insignificante:

¡Qué lluvia, Dios mío, qué lluvia!

Después, volvía a reinar el silencio; diríase que