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y hasta consiguió inspirar su sentimiento a Lina durante largas horas. Pero había algo inefablemente terrible en las líneas negras del periódico... Y Lina, llena de angustia y de incertidumbre, fué a ver a Eugenia Egmont.

No tardó en regresar a casa. Sus ojos tenían un extraño fulgor; el día, en suma, transcurrió como de costumbre. A la mañana siguiente salió de nuevo, y también los días sucesivos. Aparte de esto, diríase que nada había cambiado.

En una ocasión, Helena Petrovna sintió una angustia horrible al oír el viento norte, huracanado, que sacudía furioso las muestras de hierro colgadas sobre las puertas de las casas; el día fué breve, triste y obscuro, y aunque no había nevado aún, veíanse manchas blancas en los bordes de las aceras, en las fachadas y en los baches del pavimento.

Durante todo el día Helena Petrovna estuvo consultando el termómetro, quejándose de un frío terrible; por la noche el viento rugía y golpeaba las ventanas; Helena Petrovna empezó a rezar y a murmurar antes que de costumbre.

Pero el huracán cesó; el día sucedió a la noche; Helena Petrovna recobró su tranquilidad y estuvo paseando, al lado de Lina, por la habitación. Hacía mucho tiempo que nadie venía a molestarla; y cuando en medio del profundo silencio sonó la campanilla en el vestíbulo, Helena Petrovna se estremeció; temblando se puso las gafas y se volvió hacia la puerta. Lina no se movía y guardaba silencio. Alguien estaba en el vestíbulo.