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Pruebe usted solo. Yo no quiero desperdiciar las balas.

Así y todo, cuando la tabla estuvo colocada más lejos, Kolesnikov tiró otra vez, pero no acertó.

Sacha tiró dos veces, y las dos balas atravesaron el papel, una al lado de la otra.

—¡Y dice usted que no tiene talento!—exclamó con entusiasmo Kolesnikov—. ¡Vaya usted al diablo, Pogodin! ¡Con un talento semejante se puede escribir una novela!

—¡Y, sin embargo, declinaron mi ofrecimiento!—dijo Sacha secamente, aludiendo al comité. Sentémonos, Basilio Vasilievich. Se está bien aquí.

Eligieron un sitio seco cubierto de hierba amarillenta, pusieron en el suelo uno de sus abrigos y se sentaron. Permanecieron así largo rato, calentándose al sol, mirando el horizonte azul y escuchando el dulce murmullo de los arroyuelos. Sacha fumaba.

—Los arroyuelos corren; ¡pero a mí me parece que son las lágrimas del pueblo!—dijo Kolesnikov, lanzando un suspiro.

A Sacha, que esperaba una respuesta respecto a Telepnev, no le gustaron aquellas palabras presuntuosas ni el suspiro que las acompañó. No dijo nada y esperó a que volviera a hablar Kolesnikov.

Este, de pronto, se echó a reír.

—Le estoy mirando, Pogodin, y estoy asombrado de verle tan correcto. Felizmente le conozco demasiado; si no, no me quedaba otro remedio que marcharme.