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lantemente y diciéndole tonterías caballerescas.

Hermano y hermana jugaban ingenuos, amándose, sin sospechar que eran como actores que se preparan para el espectáculo trágico de mañana, sin comprender cuánto de verdad había en su juego.

Sacha iba desbordante de alegría; representaba un joven locamente enamorado, y hacía gestos tan grotescos, que llamaban la atención de los transeuntes. Su hermanita Lina estaba sofocada de risa.

—¡Te lo suplico, Sacha! ¡No puedo más! ¡Me duele el pecho de tanto reírme!...

—¡Ah!—rugía él en tono trágico. ¿Quieres, desventurada, compartir mi gran amor? ¿Sí o no?...

Si no...

65 —¡Sacha, basta! ¡Que me voy a caer de risa!...

Finalmente, Sacha, en su éxtasis teatral, le dió un empujón, haciéndola pisar un charco no helado aún. Lina se mojó el pie derecho y estuvo dos minutos muy enfadada, pero olvidó pronto el contratiempo, miró las estrellas, y dijo:

—Sosténme bien por el brazo, que me voy a caer.

Le parecía que las pálidas estrellas iban a su encuentro y que el aire que respiraba venía de las profundidades celestes misteriosas donde reina la inmortalidad alegre. Empezó a mover ligeramente la cabeza. La bajó luego y, mirando furtivamente al muchachuelo, dijo, lanzando un suspiro:

—¡Ah, Sacha, si fueras siempre así!

—Por qué? ¿Te faltan los galanes?

Ella respondió tiernamente:

SACHKA YEGULBV.

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