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Groman, entre clase y clase, contó una anécdota cínica y todo el mundo se rió. Vurdad es que luego fué su conducta censurada, y aquel alemán cobardote juró que no volvería a contar simplezas semejantes; pero, con todo, su anécdota había provocado en los primeros momentos una hilaridad general.

—No importa—pensó Sacha—; cueste lo que cueste, tengo que acabar mis estudios en el colegio para entrar después en la Universidad. Allí ya será otra cosa...

Como era domingo, en la montaña había mucha gente, a pesar de que la obscuridad era tan profunda que no se veían mas que las lucecitas tranquilas del otro lado del río. Abajo, al pie de la montaña, brillaban los faroles de gas. Sobre las casas se cernía, acá y allá, el humo espeso de las chimeneas.

La gente empezó a agitarse. Se vió un vaporcito en el río; primero, una luz roja; luego, una luz verde; por fin todo desapareció en la obscuridad de la noche.

—Un vapor!—gritaba la gente.

Sacha percibió la voz de bajo de Timojin. No estaba solo: un grupo de colegiales y de colegialas charlaban sentados en el banco y en la barandilla, detrás de la cual había un profundo barranco.

—¡Que te vas a caer, Tinojin!—gritó uno.

Timojin, que, visiblemente, estaba un poco borracho, respondió:

—No tengáis cuidado; conozco a fondo la ley del equilibrio. Si quieres pasaré por la hipotenusa.