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razón que aquel desgraciado joven que sentía en sus propias venas el dolor trágico de la sangre vertida sobre el amplio territorio ruso.

Por la mañana, al despertarse, Sacha pensaba con alegría en la Universidad; pero la noche, al acostarse, no creía ya en ella, se avergonzaba de su alegría matinal y se devanaba los sesos pensando en su padre, el general, y en sí mismo, que tan pronto odiaba a su padre, como al más aborrecible de los enemigos, y tan pronto le amaba apasionadamente, como se ama al manantial de la propia vida. Y también pensaba en Rusia.

Sacha dormía cada vez menos; invadíale una turbación aguda e irresistible que le causaba palpitaciones de corazón, como cuando estaba enfermo. Sentía con frecuencia náuseas, que le dejaban un dolor fuerte en el pecho. Pasaba noches enteras acostado, pero sin dormir, escuchando, como en la época de su niñez, el ruido incesante de los árboles. Hacía ya mucho tiempo que aquel ruido poderoso y regular se había convertido para él en un rumor de palabras humanas, inteligibles, y Sacha escuchaba con asombro y miedo la voz remota que le recordaba vagamente las profundidades obscuras de sus sueños infantiles. Los pensamientos claros, tan firmes y tan vulgares en su envoltura verbal, se borraban; las imágenes perdían su forma, una concepción cedía el lugar a otra. Desnudo como un cuerpo que se ofrece al bisturí del cirujano, Sacha, acostado, con la cabeza caída, aspiraba ávidamente en las tinieblas, por todos los poros de su