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cuerpo, el suave dolor y los tiernos y misteriosos llamamientos. Eran los llamamientos del espacio infinito que, abriendo sus inmunerables ojos, gemía con voz maternal: «¡Sacha, hijo mío!

Suavemente, para no despertar a alguien desconocido que reposara cerca de él, Sacha desgarraba la camisa sobre su pecho juvenil, aun incompletamente formado, y se imaginaba que lo descubría ante las bocas de los fusiles. Esperaba en silencio. Y lloraba tan calladamente, que ni aun su madre le hubiese oído, y creyera, sonriente, que su hijo dormía.

91 Una de aquellas noches, Sacha saltó del lecho sin hacer ruido, se arrodilló y estuvo largo tiempo rezando, con el rostro vuelto hacia el sitio donde su madre había colgado un pequeño icono de la Virgen de la Consolación. Hacía ya varios años que Sacha no había rezado; pero ahora, al reanudar la vieja costumbre infantil, hizo cuidadosamente la señal de la cruz y pidió amparo al Señor, confiando su cuerpo y su alma a las manos del Todopoderoso.

A la mañana siguiente, Sacha se avergonzó de aquel impulso, y no rezó. Pero el recuerdo feliz y radiante de la plegaria nocturna permaneció en su memoria hasta la tumba prematura.

Durante aquel período obscuro en que los días eran cortos, pero largas las supervivencias, Sacha vivió algunos momentos casi felices: fué uno de ellos el sacrificio de su amor a Eugenia Egmont.

  • Sería estúpido amarla», se dijo. Por el dolor agudo