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que experimentó en aquel momento, comprendió que renunciaba a algo muy preciado y que con ello expiaba una falta que no estaba enteramente clara a sus ojos. Llevó en su pecho durante algunos días este dolor simple y agudo, y hasta sintió por ello alguna alegría. Pero una noche aquella alegría quedó aplastada bajo una idea pesada y grosera: «¿Quién se preocupa de que un Sacha Pogodin cualquiera renuncie al amor de una Eugenia Egmont cualquiera?» Y Sacha se comparó a sí mismo, mentalmente, con un mercader que, después de haber robado mucho dinero, da algunas copecas a un mendigo. Y sintió que su alma quedaba envuelta nuevamente en una espesa niebla.

La única cosa que en aquellos días le salvó del suicidio fué la angustia del presentimiento misterioso, la seguridad de que algo grave germinaba en su alma; esta seguridad le hizo olvidar todas las mezquinas preocupaciones de la vida cotidiana, incluso la Universidad. Bestaba esperar; la espera no debía de ser larga; el llamamiento de la tierra conmovida era demasiado potente e irnperioso para seguir siendo por mucho tiempo una voz remota en el desierto.

Y precisamente en aquel instante turbio había aparecido Kolesnikov.