Dos palabras, querida. ¿Quién es esa señorita que estaba sentada a mi lado? Es muy bonita.
—¡Ya lo creo!—dijo Lina con orgullo. Se llama Egmont.
—Sí, sí... Y de qué familia es?
—Su padre es director de un Banco. Es raro que usted no los conozca; toda la ciudad los conoce.
—Ahora me acuerdo; una familia muy orgullosa:
se pasean en coche por las calles llenas de barro.
Pero ¿cómo los dejan venir aquí?
Lina se enfadó.
—¡Qué tontería! Olvida usted que papá era general. Ellos no lo olvidan. Sin embargo, tiene usted razón: es una gente antipática.
—Y viene muchas veces a su casa?
¿Por qué me preguntará tanto?, pensó Lina, y de pronto sintió una angustia tan fuerte, por Sacha, que tuvo deseos de gritar. Enrojeció, empujó con el pie una hoja seca, y aunque no quería decir nada, miró directamente a Kolesnikov en los ojos, y le dijo:
—Basilio Vasilievich, usted debe de ser un hombre malo, terriblemente malo.
Kolesnikov se inclinó un poco, como si hubiera recibido un golpe inesperado, y en sus ojos, fijos en Lina, apareció de nuevo la expresión de soledad, anhelosa de afectos, con un dolor indecible.
Lina sintió haberle hablado con tanta rudeza. Kolesnikov se levantó pesadamente y dijo con voz dulce y triste: