478 MADAMA DE PoNTIVY
sino a ellos. M. de Murcay prosiguiendo como la víspera le decía: “¡Todo se ha roto en un día... sin causa! ¡Por una palabra dicha u omitida sin intención! ¡El amor des- trozado como una porcelana que unas manos dejaron caer! ¿vos no lo creéis así? ¡Oh! amiga mía, olvidad, olvidad solamente. Prometedme que nada ha pasado, suponed que estamos al principio. Volveos, Silvia. Quiero recon- quistar vuestro corazón y lo espero. (Quiero subir con vos paso a paso las gradas de mi trono. Lo haré, no me reconoceréis más, creeréis que es a otro a quien amáis, y sólo al final, comparándome, veréis que es el mismo. De- jadme resucitar en vos al amor, a ese niño muerto que sólo estaba dormido”. Ella escuchaba en silencio y le- vantando con el dedo el encaje negro que le velaba el rostro a medias, no perdía nada de lo que añadían las miradas. “¡Oh! permitidme —decía él cogiéndole una ma- no con el más tierno respeto—, decid que me permitiréis dedicaros mis tímidas esperanzas, decid que trataréis de amarme y que permitiréis que trate de convenceros”. — “Pues bien, trataré —le contestó—, os lo permito. Hasta esta noche en casa de mi tía”. Y en seguida se escapó corriendo por la puertecita que comunicaba con el con- vento vecino, dejándole asombrado por su brusca marcha, y como en esos nuevos comienzos que imploraba, inten- tóse ella las mañas de los primeros encuentros.
Pero no tuvo que esforzarse mucho en ellas, pues la llama ardió fácilmente no habiéndose consumido nunca completamente. Y sin duda cooperó también un poco de voluntad por ambas partes. Continuó visitando con asidui- dad a Madama de Noyón, y a todos los sitios que iba Ma- dama de Pontivy, era él el primero que veía al entrar y el último cuyas miradas la acompañaban hasta la salida. La rodeaba de un cuidado afectuoso, de una frescura de deseo y de juventud, que ella no había conocido su sentimiento con tal vehemencia. Ella lo recibía todo con una gracia más clarividente, con una sonrisa más penetrada que no había