Voy a hacerlo: escúcheme. Era mi secretario, un hombre todo devoción, humilde y bueno. Entre ella y él descubrí afinidades que se manifestaban en todo momento y en todos los hechos. ¡Ah! Debo declararlo: sin sombra de maldad: incapaces los dos, no ya de cometer una vileza, sino ni siquiera de pensarla...
¡Pero la pensó él (señalando al Padre) por ellos, y la cometió!
¡Eso es inexacto! ¡Esa es vuestra interpretación del hecho! Yo me inspiré en su bien y, ¿por qué negarlo? hasta en el mío propio: lo confieso. Porque había llegado hasta el extremo de no poder dirigirles la palabra sin que en el acto no cambiasen entre sí una mirada de inteligencia, como si ella inquiriese en los ojos de él una interpretación de mis palabras que no me contrariase. ¿Lo comprende usted ahora todo? A mí me bastaba una cualquiera de estas prevenciones, para vivir en un estado de inquietud y de exasperación intolerables.
¿Por qué no despedía usted a su secretario?