bles fines que encierra la ▼Constitución, i que pueden poco a poco preparar el camino a las violaciones de este u otro jénero. En otro número indicaremos los trabajos que reclaman su preferente atención, bien sea porque se los dejó recomendados la Constitución o porque los pide con exijencia la situación del pais, aunque talvez sea motivo para descuidarlos el que sean por nosotros indicados, porque tal es la fuerza de la prevención que fascina a alguno de ellos.
Si las discusiones públicas no se dirijen al noble objeto de investigar verdades, si no son guiadas por la sinceridad, sin ningún apego a intereses personales, debe renunciarse el beneficio de la libertad de imprenta, porque en tales casos no es mas que un fecundo recurso para engañar incautos. Si no se han de presentar las cosas al público como son en realidad; si se ha de intentar seducirle para trastornar su criterio, valía mas que la Lei Fundamental del pais no hubiese comprendido este precioso derecho. Nosotros entablamos una oposicion séria i decente a ciertas providencias de un Ministro, que ya hemos esplicado suficientemente en los números anteriores; i por respuesta hemos recibido denuestos e injurias, interpretaciones violentas i amenazas ridículas. Hemos despreciado todo lo frívolo i lo personal, i solo nos hemos contraído a refutar aquellos puntos de que nos ha sido absolutamente imposible desentendernos. No nos ha costado ninguna violencia el guardar silencio sobre los ataques individuales que se nos han dirijido, porque el ver sin respuesta los que nosotros hemos hecho al Ministro no ha dejado a aquellos causarnos el menor sentimiento. Así es que, si no hemos podido correjir a este personaje, el defecto no ha estado de nuestra parte; i nos contentamos con que el público conozca que su causa no tiene defensa i que puesta en las manos de los que la emprendieron, se ha hecho de peor condicion que la que tenía por sí misma.
La defensa del Ministro está reducida a injurias contra los editores de El Philopolita, verdaderos o falsos; a terjiversaciones chocantes i a imputaciones que la conciencia del pueblo de Santiago conoce mui bien que no son mas que procedimientos de una vil venganza. Al principiar los ataques contra nosotros, se nos cumplimentó con el apodo de ladrones; la opinion pública rechazó con horror tan atroz calumnia, de tal modo que sus autores tuvieron que desdecirse, disculpándose con puerilidades que han avergonzado al mismo a quien quisieron servir o pensaron halagar. Despues nos presentaron como revolucionarios reunidos a personas infames i resueltos a conmover el pais. La saña de nuestros adversarios no ha perdonado medio para echar por tierra nuestras pequeñas columnas, i han recurrido ahora a un arbitrio que seguramente les ha sido sujerido por su implacable desesperación. A la verdad que es mui poderoso, porque es el mismo de que siempre se ha valido la superstición para levantar su trono. Los estrados son el teatro donde nuestros antagonistas representan nuestros vicios; las sirvientes que escuchan trasmiten al confesonario una relación desfigurada, i de aquí pasa al pulpito, en donde se adornan con exajeraciones i todos aquellos agregados de que se usa para espantar. Confesamos que no tenemos recursos para defendernos de los ataques que se nos dirijan por este conducto; i que lo único que podemos hacer, es manifestar que no dependemos de ninguno de los cuatro opresores de la razón humana: la impiedad, la incredulidad, el fanatismo i la superstición, ni tampoco seguimos el sucio estandarte de la hipocresía. Respetamos la relijion i sabemos que el sacerdocio no consiste ya en degollar cuadrúpedos, sino en sacrificar la misma víctima a quien se dirije el culto; destino augusto que quizá no consideran la mitad de los que lo ejercen. Acaso los mismos que nos acusan de impíos, no han ocupado jamas un momento en informarse de las relaciones que ligan al hombre con la relijion, ni de la influencia benéfica que ésta tiene en la sociedad. Hemos combatido la hipocresía i nó la relijion; hemos atacado el conato de que se sobreponga a la soberanía nacional el poder eclesiástico; hemos querido cortar las alas a esa ave peligrosa que se va criando en las tinieblas i en el silencio; hemos querido advertir a la juventud los lazos que se le tienden bajo el aparato de la mejor buena fé; i, sobre todo, hemos intentado que no se haga bajar al pais de la escala a que le ha hecho subir el impulso del siglo. Son demasiado estensas las esplicaciones que podemos dar sobre estos puntos; mas, nos vemos precisados a omitirlas, porque la calidad de la oposicion que se nos hace, nos manifiesta que no hai sinceridad para recibirlas, porque solo se trata de seguir la senda tortuosa que se ha emprendido aun cuando cueste echar por tierra las reputaciones mas bien afianzadas. Haremos una pregunta en cuya respuesta nos parece que está comprendida toda la contienda provocada por El Philopolita i sostenida por sus adversarios. ¿Es posible que dos hombres corrompidos, viciosos, cargados de la execración pública sean capaces de aspirar al trastorno del pais, al cambio de relijion, para ocupar los primeros destinos? ¿No echan de ver sus impugnadores, que la magnitud de las imputaciones que les hacen, i las contradicciones en que incurren están al alcance de la razón mas menguada i que, por lo mismo, se hacen increibles a los que piensan con alguna elevación?
Quizá el fuego que anima a los que han trabajado por organizar la Patria, ha hecho que se escapen a los editores algunas espresiones que han sido recibidas como zángano en colmena.
Las palabras conducta vulpina han hecho recaer sobre nosotros una censura tan acre e indecente, que, aunque privada, nos obliga a vindicarnos; no con razones, porque no han de ser bien entendidas, sino con dos ejemplos o imájenes