encontramos a cada paso la razon de los sacudimientos que han sufrido. Haciendo un lado la ambicion de los caudillos, las miras particulares de los hombres públicos i todas las pasiones innobles que pueden haber preparado los desastres, hallamos que tantos males pueden causarse a un país por imbuir a los pueblos en ideas exajeradas, como por introducir principios contrarios a su estado actual, costumbres e instituciones.
Esto sucede del mismo modo en la constitucion de un Gobierno, que en las disposiciones que tome otro ya formado para llevar adelante su plan de administracion. Si aquél es destiuido por un golpe de principios, éste se halla detenido por los obstáculos que le oponen las contradicciones i el empeño de hablar en derecho contra los hechos.
El trato con los hombres de un país, el conocimiento de sus hábitos i de su modo de pensar, del jiro de sus ideas, del estado de las instituciones de la sociedad i las proporciones o embarazos que pueden tener las providencias de un Gobierno, son los recursos, ajentes i elementos de un escritor público para llegar con éxito feliz al término de su carrera. Pero, publicar teorías, como Diójenes desde su encierro, sin consideracion alguna a la trascendencia que pueden tener en el público, es llenar el oficio sin cumplir con el deber. Semejante comportacion puede ocasionar males en lugar de proporcionar bienes, porque la opinion se estravía, los hombres se confunden, los majistrados se aburren i los mas empeñados en conservar el órden desmayan al no encontrar mas que censura por último resultado de sus trabajos.
A estas indicaciones nos ha conducido el discurso de los editores de ▼El Mercurio de Valparaiso, en que hacen una crítica, aunque moderada pero inoportuna, de la lei del ▼Congreso que concede al ▼Presidente de la República el uso de las ▼facultades estraordinarias permitidas por la ▼Constitucion. Respetamos las luces, principios i opiniones de los editores de aquel bien acreditado periódico, pero no podemos dejar de escribir algunas lineas para contener el efecto que sus ideas pueden causar en ciertos ánimos. No pretendemos entrar en una disputa sobre principios políticos, en los que quizá estamos conformes, sino sobre la conveniencia de sus observaciones en nuestras circunstancias actuales, i su exactitud, confrontadas con el estado de cosas i de la administracion.
Nadie ignora que, en el curso de la ▼revolucion, los descontentos han recurrido siempre a los trastornos para lograr sus miras.
Al principio era fácil descubrirlos i castigarlos, porque entendían que sus procedimientos eran autorizados por el ▼patriotismo i la libertad de hacer cuanto les diese gana. El despotismo los reprimió algun tanto; la debilidad i la induljencia los alentaron de nuevo, i cuando la enerjía i la severidad vinieron a enfrenarlos, su audacia encontró un grande apoyo en la preocupacion de que, para imponer pena a esta clase de crímenes, es necesario que haya pruebas forenses como las que se presentan en un juicio civil ordinario. Aleccionados los conspiradores con la esperiencia de algunos años, han tomado la táctica de dirijir sus empresas de un modo que los jueces, aunque estrictamente adheridos a la lei, nada puedan descubrir con pruebas ostensibles de criminal en su conducta. Las delaciones se suceden unas a otras; los movimientos se repiten; fermenta en secreto una gran conjuracion de descontentos i perdidos, que aunque no tenga efecto, el bullicio solo perturba i desacredita; el Jefe Supremo conoce a los autores, carece de pruebas para entregarlos al poder judicial, no tiene facultades ordinarias para castigarlos por sí mismo, ¿qué hacer en semejante trance, en que es preciso conservar el órden i extinguir el jérmen de estas fermentaciones?
Verdad es que la investidura del Presidente de la República de facultades estraordinarias, que es la medida adoptada, acredita la existencia real de una conjuracion, pero ni debemos ocultarla ni consignarla al desprecio del público. Lo primero sería figurar en un país recientemente revolucionado, un estado de cosas inconcebibles i ostentar una vanidad que por sí sola basta para desacreditarnos mas que cien conjuraciones; i lo segundo sería alentar a otros i esponer al pueblo a que fuese víctima de un movimiento bastante fuerte que pudiera preparar la impunidad. Es falso que tenga el Gobierno ficultades ordinarias para reprimir a los perturbadores; ésta es atribucion de los tribunales de justicia, i si en el concepto de los editores de El Mercurio éstos abusan no es tan momentánea la correccion de semejantes abusos, siempre que se hallen apoyados en nuestras leyes monárquicas i dependa ésta de la difusion de la moral por todo el país, haciendo efectivo el cumplimiento de las leyes, porque una obra semejante no es una providencia administrativa.
Para censurar la concesion de facultades estraordinarias, dicen los editores de El Mercurio de Valparaiso: "Se dice jeneralmente que los juicios "que se forman a los autores de una conspiracion, se prolongan regularmente de un modo indefinido, i que al fin quedan impunes; esta observacion, fundada en abusos anteriores, lejos de servir como una razon para abandonar los trámites con que legalmente puede castigarse a un delincuente, acredita solo la existencia de la necesidad de moralizar i hacer llenar su deber, con todos los recursos que el Gobierno tiene en su mano, a los individuos que intervienen en el juicio que debe esclarecer la realidad de los hechos con que se ha pretendido subvertir el órden público."
Seguramente estos respetables compañeros no pensaron cuando escribieron, o lo hicieron mui de