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tijio de sentimiertos adversos, i cada cual confiado en el poder victorioso de su ambicion, proseguia la caza interminable, sin desmayos i sin recelos, seguros del éxito final.

I el rayo erró por los cuatro ámbitos del planeta, marcando su paso con aquel reguero de polvo dorado i brillante que, arrastrado por las aguas, penetró a traves de la tierra i se depositó en las grietas de las rocas i en el lecho de los torrentes.

Por fin, el aguila, desvanecido ya su rencor, cojiolo nuevamente i lo puso en la ruta del astro que subia hácia el cenit.

I trascurrió el tiempo. El ave, muchas veces centenaria, vió hundirse en la nada incontables jeneraciones. Un dia el Amor desplegó sus alas i se remonto al infinito i como hallase a su paso al águila que vogaba en el azul, le dijo:

—Mi reinado ha concluido. Mirad allá abajo.

I la penetrante mirada del ave distinguió a los hombres ocupados en estraer de la tierra i del fondo de las aguas un polvo amarillo, rubio como las espigas, cuyo contacto infiltraba en sus venas un fuego desconocido.

I, viendo a los mortales, trastornada la esencia de sus almas, pelearse entre sí como fieras, esclamó el águila:

—Sí, el oro es un precioso metal. Mezcla de luz i de cieno, tiene el rubio matiz del rayo; i sus quilates son la soberbia, el egoismo i la ambicion.