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honrado de una pieza enchapado á la antigua, corredor preferido de casas tan principales como las de Llavallol, jamás por una cuenta llamaron dos veces á su puerta, aunque sí muchas llamaron dos y aún sin llamar, salía á escape, en auxilio de menesterosos, llevando su dinero, su caridad, y lo que valía más, su espontánea asistencia personal.

Tan de pronto trasponía el alto umbral de su ancha puerta, que hasta en cabeza asomaba, pero nunca sin su inseparable pañuelo de seda colorado, en la mano. Sabían todos los pobres de muchas cuadras á la redonda, que en el nudo nunca faltaba un peso, siendo de los benefactores que daban cuanto tenían, y á veces, aún lo que no tenían. Otra inveterada habitud se le había pegado irremisiblemente: al menor roce en postes, esquinas ó ventanas «voladas», como las de su casa, daba un paso atrás, limpiándose con el pañuelo á cuadros. Observado por el pifión del barrio, comiendo en el «Café de Catalanes», (todavía no era de Migoni), apostó almuerzo de trece cubiertos, pues como entre ellos había más de un francés tenía á gracia molestar á éstos, invitando en viernes trece.

— ¿A que llevo reculando, — dijo, — desde la bocacalle San Martín á la de la Paz, toda la acera, sin que lo sospeche ni se enoje, el tieso vecino saludador?