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Entablada la apuesta, en acecho se puso á la mañana siguiente, sobre el umbral de «Catalanes», mentidero público de la época, cuando con el grueso bastón puño de oro, bajo el brazo, en una mano el sombrero de copa, y en la otra el inmenso pañolón, pasaba enjugando su relumbrosa calva. Se le cruzó en media vereda Víctor, interrumpiendo el paso con los más respetuosos saludos, palmeándole cariñosamente, (en el país de la palmadita), al final de cada frase, y deshaciéndose en cumplidos, cuya ironía ni sospechaba el buen señor.

— ¿Cómo está, usted, señor don Evaristo? ¿Cómo lo pasa usted? ¿Cómo sigue su interesante salud?

— Muy bien amiguito, muchas gracias.

Y daba un paso atrás, limpiándose, según costumbre, donde le habían tocado:

— Aquí estábamos comentando con los compañeros su beneficencia, calculando la cantidad que sumaría, desde que vino al barrio, pues apenas hay pobre ó necesitado, que no esté agradecido á su generosidad.

Y volvía á tocarle Víctor, á dar otro paso á retaguardia don Evaristo, y á pasarse el consabido pañuelo.

— Que la mano izquierda ignore lo que da la derecha, me enseñó don Rufino Sánchez, desde