tiranía paternal; que, al fin, Dios creó á ellas para ellos y al contrario. Así todas rabiaban por marido; que el apetito se les avivaba con la prohibición de atravesar palabra con los hombres, salvo con los primos, que para nuestros antepasados eran tenidos por seres del género neutro, y que de vez en cuando daban el escándalo de cobrar primicias ó hacían otras primadas minúsculas. Á las ocho de la noche la familia se reunía en la sala para rezar el rosario, que por lo menos duraba una hora, pues la adicionaban un trisagio, una novena y una larga lista de oraciones y plegarias por las ánimas benditas de toda la difunta parentela, Por supuesto, que el gato y el perro también asistían al rezo.
La señora y las niñas, después de cenar su respectiva taza de champuz de agrio ó de mazamorra de la mazamorrería, pasaban á ocupar la cama, subiendo á ella por una escalerita. Tan alto era el lecho que, en caso de temblor, había peligro de descalabrarse al dar un brinco.
En los matrimonios no se había introducido la moda francesa de que los cónyuges ocupasen lecho separado. Los matrimonios eran á la antigua española, á usanza patriarcal, y era preciso muy grave motivo de riña para que el marido fuese á cobijarse bajo otra colcha.
En esos tiempos era costumbre dejar las sábanas á la hora en que cacarean las gallinas, causa por la que entonces no había tanta muchacha tísica ó clorótica como en nuestros días. De nervios no se hable. Todavía no se habían inventado las pataletas, que hoy son la desesperación de padres y novios; y á lo sumo, si había alguna prójima atacada de gota corul, con impedirla comer chancaca ó casarla con un pulpero catalán, se curaba como con la mano; pues parece que un marido robusto era santo remedio para femeniles dolamas.
No obstante la paternal vigilancia, á ninguna muchacha le faltaba su chichisbeo amoroso; que sin necesidad de maestro, toda mujer, aun la más encogida, sabe en esa materia más que un libro y que San Agustín y San Jerónimo y todos los santos padres de la Iglesia que, por mi cuenta, debieron ser en sus mocedades duchos en marrullerías. Toda limeña encontraba minuto propicio para pelar la pava tras la celosía de la ventana ó del balcón.
Lima, con las construcciones modernas, ha perdido por completo sta original fisonomía entre cristiana y morisca. Ya el viajero no sospecha una misteriosa beldad tras las rejillas, ni la fantasía encuentra campo para poetizar las citas y aventuras amorosas. Enamorarse hoy en Lima, es lo mismo que haberse enamorado en cualquiera de las ciudades de Europa.
Volviendo al pasado, era señor padre, y no el corazón de la hija, quien daba á ésta marido. Esos bártulos se arreglaban entonces autocráticamente. Toda familia tenía en el jefe de ella un czar más despótico que el