un trozo de la cuerda azufrada que los fósforos han venido á proscribir para siempre. Pepeto buscó en el cajón de la venta moneda menuda para dar vuelta al fraile, y no encontrándola dijo: —Lleve no más su merced la pajuela, que otro día pagará.
—Convenido, Pepete; y si no te pago en esta vida, será en la otra.
Alto, padre! interrumpió el andaluz.—Venga la pajuela, que si para allá me emplaza, hacerme trampa quiere. Yo no fio para que me paguen en el infierno, es decir, nunca.
—Heroje! No crees en el infierno?
Qué he de creer, padre! ¿Soy yo tozudo? Eso del infierno es cuento de frailes borrachos para enibaucar beatas, ¡qué cuerno!
Y por este tono empezó á enfrascarse la querella.
El cura se empeñó en probar por a+b que hay infierno, purgatorio y limbo, esto es, tres cárceles penitenciarias. El andaluz se encaprichó en no dejarse convencer, y puso por los pies de los caballos al Padre Santo de Roma y á todos los que en la cristiandad se visten por la cabeza como las mujeres, con no poco escándalo de los tertulios, que se persignaban á cada despropósito ó interjección cruda que largaba el muy zamarro.
Al fin, aburrióse el padre Cabanillas y salió de la cantina diciendo: —Ahora verás, pícaro hereje, si hay infierno.
Y encontrando al paso al sacristán, añadió: —Jerónimo, hijo, sube á la torre y toca á excomunión.
Y en efecto. Un minuto después las campanas doblaban y los vecinos acudieron al templo, y diz que el cura, suprimiendo fórmulas de ritual y moniciones, fulminó excomunión en toda regla.
Pepete se vió desde ese instante en gravísimo peligro; pues los feligreses se habían congregado en el atrio de la parroquia y resuelto por unanimidad de votos quemarlo vivo, disintiendo sólo sobre el sitio donde debían encender la hoguera. Unos opinaban que en la plaza y otros que en las afueras del pueblo, y tanto se acaloraron en la discusión, que casi se arma una de cachete y garrotazo.
El cantinero sintió frío de terciana ante el amago de justicia popular, y queriendo evitar que después de quemado saliese algún cristiano con el despapucho de que aquella barbaridad había sido lección tremenda, pero justa, ensilló el caballejo y á todo correr se vino á Lima.
Solicitó una entrevista con el arzobispo, le contó la cuita en que se hallaba, y le pidió humildemente que arbitrara forma de salvarlo. Su ilustrísima tomó las informaciones del caso, y pasados algunos días, despachó á Pepete, acompañado del clerigo secretario, con carta para fray Nepomuceno, en la cual se le ordenaba alzar la excomunión, previa penitencia que el andaluz se allanaba á hacer.