rra (á que concurrió Valdivia) en que se trataba de cosas muy trascendentales y decisivas, salió su excelencia con el despapucho consabido. El general D. Ramón Castilla, que era un soldado cascarrabias y de ocurrencias peregrinas, lejos de halagar la pantorrilla (que con ser trujillana era de suyo más gruesa que la de nosotros los limeños) de su presidente, lo interrumpió diciendo: «Paréceme que mientras otros nos hemos ocupado de hacer patria, vuecelencia no se ha ocupado sino en fabricar muchachos; pues, venga ó no á pelo, nos habla de ellos en cartas, y en brindis y en discusiones serias como la actual. Añade el respetable deán que Orbegoso se puso pálido, se mordió los labios y cambió de tema.
Pero algún dejo amargo debió quedarle en el alma al robusto padre de los once nenes, porque pocos días más tarde halló pretexto para desterrar á Castilla.
Tucke Orbegoso era el ídolo de las limeñas, y con razón. No ha tenido hasta hoy el Perú gobernante de más gallarda figura..
Alto, vigoroso, de bella y aristocrática fisonomía, elegante en el vestir, «le agraciados modales y agudo en la conversación familiar, habría sido un D. Juan Tenorio si Dios lo hubiera hecho mujerie go. D. José Luis no era amigo de cazar en vedado. Bastábale y sobrábale con la costilla complementaria que recibiera de manos del párroco, y se sonreía cuando al salir de una fiesta de catedral, adornado con la banda bicolor, insignia del mandatario, lo rodeaban las tapadas, murmurando casi á sus oídos: —Es un buen mozo á las derechas.
—Es un hombre que llena el ojo.
El general D. José Luis de Orbegoso Dios lo guarde á mi niño Orbegosol—añadía alguna mulata de convento. Es lindo como un San Antonito!
Y Orbegoso aguantaba piropos á quemarropa y se dejaba querer, hasta que á la postre las limeñas se aburrieron de sus desdenes y trataron